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Poco a poco se achican los espacios de poder de la canciller Angela Merkel. El abandono de la presidencia de su partido no es más que un paso añadido a los batacazos en elecciones regionales o las humillantes derrotas en su grupo parlamentario. Cuando se consume su fin político, asistiremos probablemente al fin de la derecha europea tal y como la hemos conocido en la larga posguerra. Porque Merkel es algo más que Merkel. Es, se atisba poco a poco, un símbolo de un modo de configurar el espacio político liberal-conservador tras 1945 que (quizá) va llegando a su fin.
En tanto que política sus limitaciones saltan a la vista: pésima oradora, soporífera parlamentaria y ayuna de todo carisma. Pero también sus virtudes: enemiga de cirigañas, ajena a frivolidades y pamemas, honrada cual cenizo pastor protestante, tenaz trabajadora y conciliadora entre extremos. Si la vara de medir es la Alemania que asumió y la que dejará todo apunta a que, sea por méritos ajenos (Schröder y su Agenda 2010), sea por virtudes propias, su balance será razonablemente bueno. En puridad Merkel solo ha cometido un error durante su mandato: la gestión inicial de la crisis de refugiados abriendo de par en par las fronteras. La medida pudo ser moralmente acertada, pero su ejecución (sin sus socios europeos y sin preparar a la ciudadanía) fue de una improvisación impropia de la canciller. Aquella decisión daría alas a la derecha nacionalista y azuzaría a los brexiteros.
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