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Se parte el alma porque el campo esté tan seco como las cenizas en un crematorio, que no corran los arroyos y que sobre Madrid reine una corona mugrienta de contaminantes. Hace un calor inusual a lo que, inexplicablemente, algunos llaman "buen tiempo ". Y no es verdad. El buen tiempo sería ver la hierba crecer con las lluvias de este otoño maldito, mojarse los pies cuando un autobús se acerca a la acera y fastidiarse sin poder tomarse una cerveza en la terraza del bar.
Los incrédulos del pregonado cambio climático llevamos el pecado en la penitencia. Queremos respirar sin humidificadores y abrir la ventana para disfrutar del olor a ozono. Y menos mal que la temperatura no urge a encender las calefacciones, de las que los científicos y los políticos populistas deberían darnos cuenta ¿contaminan más o menos que los coches y sus restringidos ocupantes? Quizás no sea necesario lucir manga corta en un quinto piso mientras la capital se aproxima al invierno, ni utilizar el automóvil para ir a por el pan.
Luego nos dicen que la Antártida se derrite a trozos kilométricos y que un huracán se ha acercado demasiado a la Península Ibérica. Y lo escuchamos como de fondo, cual banda sonora para amenizar la jornada de un día gris en el que los catalanes han dejado de ser un poco noticia para dar paso a los gallegos y asturianos.
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