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Econtraron su cuerpo mordisqueado por los peces cerca de la costa gaditana hace unos días. Apenas vimos el bulto de sus restos tapados con una lona en la cubierta de un barco de salvamento. Le llaman Samuel. Calculan que, por sus rasgos, era un niño procedente de algún país subsahariano. Dicen que tendría unos seis años de edad. Murió ahogado.
Y nos importa un bledo.
Hace más de una década, un franciscano de los padres blancos, Isidoro Macías, ocupaba la portada de la revista Time defendiendo el derecho a soñar que tenían niños como Samuel. Macías, con su hábito roído gris mojado por las aguas del Estrecho, había arrebatado a la fuerza del mar la vida de decenas de infelices que querían buscarse una vida mejor. España vivía en los años 90 y los africanos veían en ella su balsa de salvación.
El Mediterráneo seguirá siendo un cementerio de sueños y de niños
Macías, genio y figura, sabía que burlaba leyes ayudando a aquellas gentes, como también era consciente de que tenía decenas de hijos que le llamaban “papa” sin ser sacerdote. A él le gustaba habar de ellos como “caramelitos”. Seguro que Samuel también sería uno de ellos, un dulce niño de tez morena para quien se ganó el sobrenombre de Padre Patera, en recuerdo al tipo de barcaza que utilizaban aquellos inmigrantes para cruzar el mar rumbo al viejo continente, y lo lucía como quien presume de un título nobiliario.
Pero a estas alturas del calendario preferimos escandalizarnos con las burradas que hace Donald Trump al frente del poder en Estados Unidos para no asumir nuestra propia responsabilidad.
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