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El título de esta columna es el del ensayo sobre la incidencia de las emociones en la política que ha publicado Manuel Arias Maldonado. Lean ustedes el libro si alguna vez se han preguntado el porqué de algunos resultados electorales. Que las identidades políticas poseen un alto contenido emocional es una realidad contrastable, sobre la que el autor hace un análisis exhaustivo. Pero el mejor hallazgo del libro reside, en mi opinión, en la caracterización que hace del ciudadano medio de nuestro tiempo: sometido a todo tipo de influjos emocionales y dominaciones ideológicas, el hombre ha perdido parte de su soberanía. Y ese condicionamiento tiene evidentes efectos políticos.
Ahora que tanto hablamos de la afrenta soberanista en Cataluña, gana peso esta mirada honesta a la pérdida de autonomía en lo personal. Profundiza Maldonado en la necesidad de asignar sentidos concretos a conceptos abstractos como pueblo, igualdad y libertad. Y tiene toda la razón: de la manipulación de esas ideas han surgido nuevos fantasmas. Ya el filósofo López Quintás alertó sobre el pernicioso efecto de la manipulación a través del lenguaje, una especie de revolución oculta. Ahora se habla de la gente para no hablar del ciudadano, y las mentes no precavidas –votos en potencia– compran la mercancía más con la emoción subyacente –convenientemente sugerida– que con la prudencia propia del análisis racional.
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