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Hay una suerte de chulería profunda e incoercible en el fondo del alma española, que le hace a uno desesperar de que alguna vez podamos recobrar las cotas de consenso nacional que en el pasado nos permitieron salir de situaciones históricas muy comprometidas, o al menos de hacerlo sin que la solución supusiese un despiadado trágala de una de las dos Españas -sí, las que tantos se esfuerzan por mantener vivas y enfrentadas- sobre la otra. Y esta semana, la de la resolución de la crisis política, nos ha aportado un par de muestras impagables de cómo se las gastan la derecha y la izquierda en estos tiempos de gran zozobra.
Tenemos un nuevo Gobierno en el que apenas han caído los polémicos amigos de Mariano Rajoy, ese Jorge Fernández Díaz, ministro de la Policía que se dejaba grabar en su propio despacho, y ese genuino ovni, José Manuel García-Margallo, ministro de Asuntos Exteriores convertido por Rajoy en interlocutor principal con el nacionalismo catalán. Pero ahí están todos los demás, y regresa Dolores de Cospedal para tirarse de los pelos con Soraya Sáenz de Santamaría, y regresan los ministros económicos para -ellos, al menos- servir de fusible al presidente cuando sigan subiendo, imparables, los impuestos.
¿Se va a reformar la Justicia con Rafael Catalá? ¿Las relaciones con el separatismo, con Sáenz de Santamaría? El inmovilismo es la nota aparente, la muestra de una forma de chulería, que a ver qué gracia le hace a Ciudadanos y a los reformistas del PSOE: la que dice "seguimos donde estábamos, y ustedes se chinchan".
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