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Casi todo el mundo que se ha enganchado a La casa de papel, la serie de Netflix no inglesa más vista en la historia de la plataforma, coincide en el mismo elogio: no parece española. Entiendo el enfado de la industria patria. No es solo que en España se hagan buenos productos, es que la serie es eminentemente española, quizá no tanto en el elevado presupuesto, pero sí en su semántica. Al final, el español es desde Quevedo, Cervantes y Lope un hombre ingenioso que pelea contra gigantes, un tipo lleno de fracasos que aspira al gran triunfo, que espera ser recordado. Todas esas características están presentes en la serie. Incluso más: la necesidad de encontrar sentido al dolor.
En La casa de papel los personajes están mordidos por diferentes heridas, producidas casi todas por sus malas decisiones: adicciones a las drogas, divorcios traumáticos, relaciones rotas con los padres, un pasado entre rejas, etc. Para todos ellos, su decisión de robar un banco es la oportunidad de salir de ese mundo de miseria en el que malviven. Pero, en el fondo, todos saben que esa salida será en falso –una nueva huida–, que la casa que se construirán después, por muy grande y lujosa que sea, seguirá teniendo el techo de papel. Es el maldito dinero, que, por un lado...
Continúa "La casa de Dios no es de papel" en el sitio original.
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