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Siempre se mueren los mejores. Umberto Eco acaba de fallecer, dejándonos un valioso legado intelectual. No puedo reprimir la nostalgia al abrir La estructura ausente, un libro que yo leí a comienzos de los años 70. Mi edición de Lumen está subrayada a lápiz, con abundantes notas y algunas páginas se caen al manejar el volumen.
He disfrutado mucho con sus textos, especialmente con las novelas El nombre de la rosa y El péndulo de Foucault, pero también con sus libros sobre semiótica y comunicación. Eco poseía una mirada penetrante para desvelar los aspectos ocultos de la realidad y para hacernos reflexionar.
Tuve la ocasión de entrevistarle hace un año en su casa de Milán, pero la decliné por razones que no hacen el caso. Ahora me arrepiento. Quiero reivindicar en estas líneas su visión pionera del papel de la comunicación audiovisual y la publicidad en la conciencia contemporánea.
Eco, que se jactaba de que no ir a la televisión era un signo de distinción, era un pensador que se expresaba a través de los libros. Viajaba, reflexionaba, leía y escribía. Su figura como intelectual sin concesiones al poder sirve como contrapunto de los opinadores al uso que hablan de todo y del todo en los programas de máxima audiencia.
Ello me permite hacer la distinción entre conocimiento, que era a lo que se dedicaba Umberto Eco, y espectáculo, que es a lo que se dedican los periodistas y políticos que van a estas tertulias en las que lo mismo se opina de las ondas gravitacionales que de las posibilidades de Sánchez de ser investido.
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