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Es esta una foto de frontera, que es el hogar de los perdidos, de los que han caído, de los hombres desgraciados; y también de los cazarrecompensas, de los trileros y de los oportunistas. En la imagen, en cambio, vemos a los primeros, a los que sufren las consecuencias, que, como cantó Bunbury, son casi siempre inevitables. El niño es ese portador de esperanza, ese misterio de bien sin resolver, ese espejo de lo Alto que nos recuerda nuestra vergüenza. Los pequeños acaban de ser deportados y, sin saber muy bien qué será de ellos, esperan, que es el estado natural de la frontera.
¿Qué nos está pasando? Me refiero al ser humano, como institución primera. Hemos sido descubiertos en flagrante adulterio, como la esposa de Israel, como la adúltera a quien los fariseos no fueron capaces de apedrear. Los muros no son de Dios, sino del hombre, las leyes injustas no son de Dios, sino del hombre. Pero no todo está perdido. El obispo de la foto se empeña en recordarnos que, frente a tales injusticias, está la cruz que, como acaba de decir el profesor Ángel Barahona, «es ese veneno que lleva el antídoto escondido». Una cruz que tiene especial sentido en las fronteras, donde las partidas son a vida y a muerte. La cruz siempre gana, es una victoria que se actualiza y que se empeña en recordarnos que el mal solo existe como privación de un bien debido. A la niña que sonríe tímidamente le debemos un bien, el mundo –que es donde obra el hombre libre– le debe la justicia que le es propia.
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