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Principalmente desde las obras de Aristóteles, John Locke y Montesquieu, sabemos que uno de los requisitos esenciales para la existencia de un Estado de derecho es que exista una separación de los tres poderes clásicos del Estado. Ahora bien, dicha separación puede ser más rígida, como ocurre en los regímenes presidencialistas, o más flexible para permitir la colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, como sucede en los regímenes parlamentarios.
Por supuesto, no hay un modelo único en ambos casos, sino que, dentro del marco esencial de cada país, tiene sus propias características, es decir, según reconozca su Constitución. Pero incluso contando con este factor indispensable de la división del poder, en lo que se refiere concretamente a los regímenes parlamentarios, la práctica puede superar los límites de la colaboración entre el ejecutivo y el legislativo a favor del primero. Es cierto que en el mundo actual, debido a la necesidad de tomar decisiones rápidas, el poder ejecutivo es el más preparado para conseguir ese objetivo y así en todos los países se produce un desequilibrio a su favor. Es más: reconociéndose este hecho surgió una figura jurídica, el decreto-ley, que consiste en que el Gobierno, salvo contadas excepciones legales, usurpa el papel del Parlamento y legisla a través de estas normas. Ahora bien, como digo, es lógico que el Gobierno pueda legislar en algunos supuestos, como señala el artículo 86 de nuestra Constitución, pero siempre "en caso de extraordinaria y urgente necesidad", y advirtiendo además de su provisionalidad, puesto que, por un lado, no podrán afectar a determinadas materias como son el "ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las comunidades autónomas ni al derecho electoral general". Y, por otro lado, se establece que el Gobierno deberá someter los decretos-leyes inmediatamente al debate y votación de totalidad al Congreso de los Diputados, que deberá pronunciarse en el plazo de 30 días desde su promulgación para convalidarlo o derogarlo y, si así se considera, tramitarlo como proyecto de ley.
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