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Sin paliativos. Sin precedentes desde los años veinte del siglo pasado. Así fue la humillante derrota parlamentaria que sufrió anoche Theresa May. Una numantina “premier” empeñada en concluir la tarea por la que llegó al número 10 de Downing Street en julio de 2016: sacar a Reino Unido de la UE. “Brexit means Brexit”, se afanaba en proclamar con vehemencia. Sin embargo, después de dos años y medio de caos y pasos en falsos, pocos confían ya en la líder “tory”, cuya única misión parece permanecer en el poder a toda costa el máximo tiempo posible. De ahí el apodo con el que la conocen sus compañeros de Gabinete, la esfinge. Los mismo ministros que esperan la oportunidad de clavarle un cuchillo en la espalda una vez que, eso sí, les quita de en medio el muerto de lidiar con un divorcio con la UE para el que nadie estaba preparado, ni siquiera los “brexiters”, que ganaron el referéndum del 23-J con el 51,8% de los votos a base de mentiras y racismo.
Vista la incompetencia del Gobierno conservador para llevar a buen puerto la voluntad expresada por los británicos aquel aciago día, el Parlamento se ha hecho con las riendas del arduo proceso tras tumbar por una diferencia de 230 votos el plan pactado entre Londres y Bruselas tras meses de duras negociaciones. Por eso, el Brexit ha vuelto a la casilla de salida. Aquellas 585 páginas de acuerdo de retirada son papel mojado, sin valor legal tras la enmienda a la totalidad de sus señorías. Y May, un “walking dead” político que arrastra los pies hasta que le dé cuerda su partido.
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