Nauru cumple todos los requisitos para ser el escenario de una película de terror. La única salvedad es que las atrocidades que se cometen en Nauru son reales.
Nauru es el tercer país más pequeño del mundo. Es una isla de 21 km2 y apenas 10.000 habitantes que flota en el Océano Pacífico. No se puede plantar nada comestible porque el subsuelo está lleno de fosfato, y hasta el agua potable hay que traerla en barco desde Australia. Una jauría de perros salvajes completa el decorado. Durante muchos años se han hecho ricos vendiendo guano, y cuando terminaron con las existencias de heces de ave decidieron basar su economía en el negocio de los centros de detención para refugiados y solicitantes de asilo.
Judith Reen es profesora de secundaria. Durante unos meses trabajó en el instituto del campo de detención de Nauru. Para hacerlo firmó un contrato de confidencialidad con el Gobierno australiano que le impide hablar sobre las cosas que pasan entre sus muros. Ahora, Judith se enfrenta a la posibilidad de penas de hasta dos años de cárcel por revelar secretos de Estado. En conversación con Je Suis Réfugié confiesa que no le importa, que como profesora tiene la obligación de “informar de cualquier cosa que pueda poner en peligro o dañar a mis alumnos. En Nauru no sólo no tengo esa obligación, sino que no tengo derecho a hacerlo”.
Entre 2012 y 2016, Australia ha pagado a Nauru dos mil millones de dólares para que mantenga un “Centro Regional de Refugiados”. Sobre este infausto lugar en el que viven actualmente 442 refugiados y solicitantes de asilo pesan centenares de denuncias por malos tratos, abusos sexuales y maltratos físicos y psicológicos. El periódico británico The Guardian publicó en agosto en exclusiva una vasta investigación sobre los casos que han ocurrido en este lugar. Entre mayo de 2013 y octubre de 2015 (el periodo que abarca la investigación) se ha recogido la nada despreciable cifra de 2116 casos de abusos y maltratos.