“Los periodistas son héroes para unos y cabrones para el resto”. Un tipo que es capaz de definir así nuestro oficio debe tener alguna cosa interesante que decir. Y así es. La frase es de
Tony Harcup, profesor de periodismo de la Universidad de Sheffield, en el Reino Unido, autor de algunas obras de referencia sobre el sector.
Harcup, que acaba de publicar el '
Oxford Dictionary of Journalism' a través de la editora Oxford University Press, define en un
artículo, publicado precisamente en uno de los blogs de esa prestigiosa universidad británica, cuáles son, a su juicio, l
as mejores y las peores cosas que tiene el ser periodista.
A continuación, algunas de las que ha dicho:
Cosas buenas
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Les contamos cosas a la gente que ni siquiera sabían que no sabían.
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Por defecto, nuestra postura es el escepticismo sano.
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Nuestra habilidad con el lenguaje nos permite ser capaces de traducir un argot técnico al lenguaje que utiliza la gente normal.
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Todos los días hacemos malabares con complejas cuestiones intelectuales, legales, comerciales y éticas, jugando con todas ellas al mismo tiempo y a gran velocidad, y lo hacemos dando la impresión de ser igual de profundos que un charco.
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Nuestro humor negro nos mantiene a pesar de las historias tristes que cubrimos y de la gente aun más sombría con la que trabajamos.
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Junto con el resto de periodistas, nos identificamos como miembros del pelotón de los más incómodos de la sociedad, razón por la cual aquellos que consiguen traspasar la primera línea del reporterismo y se convierten en ‘expertos’ no pueden dejar de incluirse entre nosotros.
Cosas malas
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Constantemente les decimos a las jóvenes promesas que, en comparación a cuando nosotros empezamos, cualquier rastro de periodismo de calidad ha desaparecido.
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A veces, nuestro escepticismo puede convertirse en cinismo.
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La facilidad con las palabras que nos caracteriza es utilizada con demasiada frecuencia para reducir a personas o comunidades a estereotipos.
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De manera rutinaria exigimos las disculpas o la renuncia de todos aquellos que sean acusados de mala conducta, excepto cuando los acusados somos nosotros mismos.
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Solemos caer en la trampa de ver el mundo a través de los ojos del que nos da empleo, olvidando que el hecho de que nos hayan contratado no significa que les pertenezcamos.