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A juzgar por los porches alrededor de los módulos-contenedores que les sirven de vivienda, con sofás artesanales y hasta tumbonas; por las antenas parabólicas del techo, los viveros de plantas que adornan algún alféizar, o las bicis de los niños, se podría pensar que los refugiados varados en Grecia ya se han hecho a la idea de que no van a moverse en mucho tiempo. Ninguno se quiere quedar, todos desean llegar al centro y norte de Europa, pero los más contrariados tal vez sean los cerca de 50.000 que el año pasado se vieron atrapados entre dos fechas clave: el cierre de las fronteras balcánicas, que convirtió a Grecia en una ratonera a fines de febrero, y la entrada en vigor, el 20 de marzo, del pacto migratorio UE-Turquía.
Los llegados desde ese momento pueden optar, si son sirios o iraquíes, al deficiente programa europeo de reubicación en otros Estados miembros (sólo ha satisfecho el 5% de las cuotas pactadas), pero los que ya estaban en Grecia, los atrapados entre unas fronteras inclementes y el llamado “pacto de la vergüenza”, sólo tienen una opción, pedir asilo en el país. Alrededor de 10.000, entre ellos 2.000 menores, acaban de ver aprobada la solicitud que presentaron en 2016. Este viernes había en Grecia 62.326 migrantes (14.410, en las islas).
El campo de refugiados de Ritsona, 80 kilómetros al norte de Atenas, es buena muestra de que, a medida que mejora su acomodo material, aumentan a la par la frustración de la inmovilidad y la resignación cotidiana. La mayoría de sus 680 residentes (sirios, kurdos iraquíes y afganos) llevan un año en el país, y muchos se han trasladado hasta allí desde otros campos más precarios del norte de Grecia, como el sirio Ibrahim, de Deraa, estudiante de Filología Inglesa y peticionario de asilo, que se mudó a Ritsona hace tres meses. Hace un año, el flujo de refugiados seguía exactamente la dirección contraria, del Ática hacia el norte, a la frontera.
“La mayor pega aquí es que la señal de wifi es muy débil y no puedo hablar por Skype con mi familia”, cuenta como toda contrariedad mientras trastea con el móvil, “pero tampoco quiero quedarme, sino ir a un país anglófono para acabar la carrera”. A las tiendas de campaña iniciales, en una explanada que la lluvia convertía en lodazal, han sucedido módulos con baño, despensa, lavadora y tendederos con ropa que refulge al sol. Los 408 menores van a clase a dos colegios y un instituto de la comarca, pese a la oposición de algunos padres, reticentes a que echen raíces. De nuevo la dicotomía entre sus aspiraciones, frustradas, y la foto fija de la realidad.
Ibrahim también se queja de las contadas plazas que ofrecen los tres servicios semanales de bus a Atenas. “Van a consulta de especialistas, a despachos de abogados o a airearse un poco”, explica el mánager del campo, Marios Tsinseas, de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que gestiona Ritsona y financia los gastos derivados de la escolarización de los niños (transporte, material). De lo demás (atención ambulatoria y hospitalaria, sistema de enseñanza reglada) se ocupa el Estado griego, en un doble —o triple, si se cuenta la Administración local— plano de competencias que a veces genera desajustes, como por ejemplo las quejas de cuatro trabajadores municipales, contratados con fondos europeos y mano sobre mano porque, explican, las ONG que administran el campo no les dan cancha. Sin contar los fondos europeos (unos 200 millones de euros de la Comisión hasta septiembre), en 2016 Grecia recibió 316 millones de las agencias de la ONU, un dinero que administran las ONG en un proceso en extremo burocrático, según las voces más críticas.
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