Cristina nació en una aldea en el sur de Sudán, mientras los rebeldes luchaban contra el ejército del gobierno para conseguir más autonomía para la región, y esta experiencia le había enseñado un par de cosas. Entre ellas, que el ser humano es un perfecto canalla, un animal cruel y temible. Cristina conocía el hambre, el ruido de los kaláshnikovs y los gritos de las mujeres cuando las violan diez o quince tíos, uno detrás de otro.
En julio, cuando los soldados tomaron de nuevo su aldea, Cristina, su familia ―su marido, seis niños― y sus vecinos decidieron esconderse en el bosque. Pasaron dos semanas. Los días eran interminables. No tenían comida. Ni agua. Los niños enfermaban y lloraban. Pero no podían regresar a sus casas: sabían que los soldados estaban ahí afuera, esperando.
Una noche el esposo de Cristina desapareció, y ella y sus hijos resolvieron huir. Caminaron durante dos días hasta llegar a la frontera con Uganda.
Cristina y sus hijos viven ahora en el campamento de refugiados de Pagirinya: una planicie inmensa; miles de tiendas, cabañas y plásticos blancos que ocupan todo el espacio hasta el horizonte. El 18 de agosto las Naciones Unidas registraron en este campamento a más de 30.000 sursudaneses; todos habían llegado durante las últimas seis semanas.