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La inminente salida de prisión de Arnaldo Otegi debería ser el recordatorio de que aún existen viejas causas que, por amortizadas que parezcan, es necesario seguir defendiendo en este país, inmerso ya en otras encrucijadas históricas. Afortunadamente, cabría añadir. Porque con todos los estragos que ha causado la crisis, la repugnante corrupción política o la incertidumbre en torno a la formación de Gobierno, ninguna vicisitud será nunca comparable a la realidad de varios muertos por semana. Y convendría que algunas conquistas del pasado no se diluyan del todo en las urgencias de regeneración, las catarsis renovadoras y las exigencias que impone la agenda de la nueva política.
Alguien tiene que hacerlo todavía, empezando por desmentir la estrategia nada disimulada de presentar la excarcelación de Otegi como la de un Mandela vasco, liberado tras una injusta condena. Supone un consuelo que el entorno proetarra dejase de compararse con el IRA o las FARC y buscase nuevos referentes, pero alguien debería salir a recordar que en el País Vasco y Navarra el único apartheid que se puso en práctica fue el del tiro en la nuca ante el que sólo quedaba el silencio o el exilio. Y que mientras eso pasada, Otegi no estuvo precisamente en el bando adecuado. O que Mandela apostó por la reconciliación de su pueblo mientras aquí todavía estamos esperando a que Otegi diga que un guardia civil nacido en Bilbao es tan vasco como un militante de Sortu en Elgoibar.
Se podrá discutir si ETA es a día de hoy uno de los principales problemas que tiene España, que seguramente no lo es. Se podrá discutir incluso si ETA es en sí misma un problema a día de hoy, lo que inevitablemente llevaría a un debate más amplio sobre qué es la banda en la actualidad: habrá quien sólo vea a una docena de inoperantes pistoleros desperdigados por Europa, o habrá quien piense en el peso de un recuerdo que aún hay quien justifica en un supuesto conflicto ante el que no quedaba otra salida.
Había un final de ETA, ya constatado, que aspiraba a dejar de agacharse a mirar los bajos del coche antes de meter la llave en el contacto. Y luego está ese otro final que consiste en que quienes alguna vez continuaron la partida con el cadáver a veinte pasos, sientan la misma vergüenza y deseo de reparación que el pueblo alemán cuando se les habla del nazismo. Eso está mucho más lejos de lograrse, pero rendirse nunca fue una opción. Bastaría al menos con advertir los intentos de blanqueamiento del terror cuando no su banalización, ya sea en la pancarta de unos titiriteros, en un tuit o en campañas como la que pretende diseñar a Otegi un traje a medida como lehendakari -si el Supremo no lo evita- presentándole como el hombre de paz que nunca fue.
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