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Con el 90% de los votos escrutados a la hora que escribo este artículo, el panorama post-electoral que se abre en Israel podría describirse como un cubo de Rubik: un rompecabezas mecánico tridimensional en su versión clásica de 3x3x3. Con un 69% de participación, la ajustada victoria de la formación centrista Kahol Lavan (Azul y Blanco) del exjefe del Ejército, Benny Gantz, ha obtenido 32 de los 120 escaños de la Knesset (tan sólo uno más que su principal rival político, el Likud), moviendo con ello los ejes de este cubo de Rubik hacia el ultra-nacionalista Ysrael Beitenu de Avigdor Lieberman y el campo ultra-ortodoxo. Sin ellos, las cuentas, simplemente no cuadran, y el cubo se desmorona. Con tan sólo 9 escaños (7,5% de la representación parlamentaria) Ysrael Beitenu se ha convertido en el partido bisagra que podría otorgar a las dos formaciones mayoritarias los 61 escaños necesarios para formar gobierno y, con ello, la llave de la próxima legislatura. Difícil lo veo.
En primer lugar, Avigdor Liebermann, mantiene una pugna política abierta con Netanyahu y ambos se han declarado mutuamente persona non grata. Él es el principal responsable de la repetición de elecciones en menos de cinco meses, al negarse a entrar en un gobierno de coalición con Netanyahu tras las elecciones del pasado mes de abril, por lo que perdería mucha credibilidad si ahora aceptase entrar en coalición con el Likud. Por otro lado, en repetidas ocasiones ha anunciado que no se sentaría en un gobierno con partidos de la izquierda israelí, por lo que el acuerdo con la formación Azul y Blanco tampoco parece posible.
Con respecto al elenco de partidos religiosos, resultaría poco probable (aunque nada hay imposible en la política israelí) que los partidos ultra-ortodoxos (ya sea en su versión jaredí o sefardí) entraran en una coalición con partidos de izquierda y de centro, contrarios a sus intereses y privilegios. Así que a Gantz tampoco le salen las cuentas.
Ante este panorama, los efectos del resultado electoral sobre las perspectivas de reabrir las conversaciones de paz o la cuestión de la seguridad regional frente a la nuclearización de Irán son, cuanto menos, inciertos. Por un lado, Netanyahu, conocido irónicamente como “Mr. Security”, ha basado buena parte de su campaña en la narrativa del miedo y de la amenaza existencial. A nivel interno, ha acusado (y acosado) a la población árabe israelí de ser la quinta columna del enemigo árabe en el Estado de Israel y, a nivel externo, se ha vendido como el único líder con determinación suficiente para hacer frente a la amenaza nuclear iraní. Una de sus principales bazas, ha sido la buena sintonía que consiguió construir con la administración norteamericana liderada por Donald Trump y con la Rusia “neo-zarista” de Vladimir Putin. Sin embargo, de su buena sintonía con ambos líderes ultra-nacionalistas, no se deriva un apoyo incondicional (como ya han dejado claro ambos líderes), ni tampoco que el próximo primer ministro de Israel no vaya a conseguir establecer una relación igualmente provechosa. Netanyahu no es el único capaz de pactar alianzas estratégicas y la falta de conexión que caracterizaba a sus encuentros con Obama no supuso un obstáculo para que se aprobara la mayor cuantía en ayuda militar de la historia de Israel.
Un escenario posible aunque poco probable, sería que no se consiguiera llegar a un acuerdo para formar un gobierno de coalición y se jugara la carta de la “urgente necesidad por cuestiones de seguridad”, abriendo el camino a un gobierno de unidad nacional. Pero, dada la repetida negativa de Gantz a sentarse en un banquillo en el que Netanyahu estuviera presente debido a su imputación en tres casos graves de corrupción (cuyo fallo favorable a la acusación lo inhabilitaría para gobernar), este escenario resultaría muy costoso para Gantz en términos de credibilidad. Frente a ello, existe la posibilidad de que los “varones/as” del Likud nombren a un candidato alternativo, pero dado el apoyo popular de las bases a Netanyahu, el Likud podría pagar un alto precio en términos de votos en las próximas elecciones. Todo dependería del juego de lealtades internas que mueven a las propias facciones dentro del Likud y de sus cálculos de intereses.
Con respecto a abrir futuras negociaciones de paz, frente a las declaraciones anexionistas del primer ministro Netanyahu, Gantz ha expuesto su voluntad de realizar concesiones territoriales siempre que no comprometan la seguridad de Israel, obviando, eso sí, la cuestión del reconocimiento de un futuro Estado palestino. Lo que veremos, en caso de que Gantz logre formar gobierno, es si esta ambigüedad calculada, a la que la política israelí nos tiene acostumbrados en este ámbito, es una estrategia pre-electoralista para no cerrarse puertas o es parte de una voluntad indefinida de mantener el status quo.
Hilando con el status quo pero en otro orden de asuntos, dos cuestiones programáticas del centrista Azul y Blanco podrían romper el tradicional inmovilismo con respecto a las relaciones entre las autoridades religiosas y las civiles de Israel: la redacción de una ley sobre matrimonios civiles y sobre la circulación de autobuses en el shabat. Ambas podrían ser las medidas más revolucionarias desde que se incluyera a los judíos ultra-ortodoxos en el Tzahal (Fuerzas de Defensa de Israel) y que harían inclinar la balanza hacia los intereses del electorado laico de Israel.
Por último, el hecho más significativo que me gustaría subrayar de estas elecciones es la victoria sin precedentes del partido Lista Unida que, liderado por Ayman Odeh, representa a la gran “minoría” árabe de Israel, que suma más del 20% de la población en la actualidad. Este partido, mayoritariamente árabe, se ha convertido, por primera vez en la historia, en la tercera fuerza más votada. Ello confirma, como ya venían anunciando muchos politólogos y analistas israelíes, que el principal reto para la subsistencia de Israel como Estado judío, puede que no provenga, después de todo, ni del establecimiento de fronteras seguras, ni de la lucha contra el terrorismo yihadista, ni de la amenaza nuclear iraní. El principal desafío para su definición judeo-democrática, proviene de la propia demografía y de las divisiones internas que intersectan a los diferentes grupos del establishment y de la población judía de Israel. Ni siquiera es la economía, como nos enseñó Clinton. Es la demografía, estúpido. No es de extrañar que, nervioso ante este panorama, Netanyahu haya salido despavorido de la Asamblea General de Naciones Unidas y haya puesto rumbo a Tel Aviv.
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