Pido disculpas de antemano por dedicar este espacio a mis colegas de profesión y a mí mismo, algo de lo que siempre huyo horrorizado, pero hoy creo que es necesario. "Ser reportero de sucesos no te inmuniza ante el dolor". Con estas palabras comienza El
crimen de Asunta, el nuevo libro de mi compañera
Cruz Morcillo. Son palabras que suscribo de principio a fin y que suscribirían, con toda seguridad, la mayoría de mis compañeros dedicados a la crónica de sucesos. Hace poco, alguien me decía que el turno de noche en una comisaría, "te deshumaniza, aprendes a convivir a diario con suicidios, violencia de género, muertes en accidente, crímenes... y acabas viviéndolo como algo natural". Los reporteros de sucesos tenemos el privilegio de asomarnos al abismo del que hablaba
Nietzsche, a lo peor de la sociedad, pero al menos en mi caso, 27 años no han bastado para inmunizarme ni, creo, para deshumanizarme.
Cruz Morcillo, reportera formada en el diario ABC, una de las mejores escuelas del periodismo de sucesos, asegura que su libro sobre el crimen de Asunta "es el trabajo más duro que he afrontado". No es de extrañar si pensamos en los hechos de los que habla el libro: un padre y una madre que se ponen de acuerdo para asesinar a su hija y que planifican su crimen de manera minuciosa, incluso ensayando los efectos de las drogas en el organismo de la niña... Cruz ha conocido en profundidad las investigaciones de la Guardia Civil, el sumario del caso y ha podido ver todas esas zonas de sombra que cualquier buena investigación policial ilumina con su potente foco. Y le han horrorizado, porque Cruz es una reportera excepcional, pero no es inmune al dolor, como ella misma dice al principio del libro.
La inmensa mayoría de los reporteros de sucesos no somos vampiros sedientos de sangre o buitres deseosos de hallar cadáveres a nuestro paso
Muchas veces, durante estos 27 años de ejercicio, he sentido el dolor del que habla Cruz, un dolor que, por supuesto, nunca es comparable al de las víctimas. Las sesiones del juicio de José Bretón fueron un buen banco de pruebas para comprobar que no estábamos inmunizados. Recuerdo bien la emoción y toda la saliva tragada en la sala de prensa por compañeros tan fajados como Mavi Doñate (TVE) mientras Ruth Ortiz, la madre de los niños asesinados por Bretón, declaraba ante el tribunal. O el silencio casi reverencial cuando el profesor Francisco Etxeberria explicaba cómo el acusado había fabricado un horno crematorio para hacer desaparecer cualquier resto de los pequeños.
La inmensa mayoría de los reporteros de sucesos no somos vampiros sedientos de sangre o buitres deseosos de hallar cadáveres a nuestro paso. Tragedias como los accidentes de aviación, de trenes o de autobuses nos golpean y nos ponen a prueba para sacar adelante nuestro trabajo. Y nos sirven para comprobar como otras muchas personas dan lo mejor de sí sobreponiéndose al dolor y dando ejemplo: guardias civiles, policías, médicos, sanitarios...
La mayor tragedia vivida en nuestro país, la matanza terrorista del 11 de marzo de 2004, dejó pequeño todo lo vivido hasta entonces. Ese día y los siguientes, todos los reporteros derramamos lágrimas de dolor, unas lágrimas que unos cuantos seguimos derramando después, cuando comprobamos la repugnante utilización política o simplemente comercial que algunos hicieron de una matanza que, además del dolor, llevó a mi profesión a territorios vergonzosos.
Los reporteros de sucesos recibimos muchas lecciones: de vida, de honradez, de dignidad... Nos las dan policías, guardias civiles, víctimas... A mí, la mayor lección me la dieron hace muchos años, en 1993, pero no he podido olvidarla. El secuestro de una joven se prolongaba durante meses. Yo escribía entonces en un diario y logré un hueco en portada cuando conseguí la noticia de que la policía trabajaba con la hipótesis de que la víctima del secuestro había sido asesinada. Aquella Navidad, la de 1993, el padre de la joven –que aún seguía en paradero desconocido- me envió una felicitación navideña. En ella me "agradecía" mi exclusiva, porque el periódico había caído en manos de su hija pequeña, que a partir de ese día supo que su hermana había sido asesinada. Mi noticia era verdad: la chica fue asesinada en las primeras horas del secuestro. Pero eso era lo de menos. Desde entonces, he callado unas cuantas noticias para evitar más dolor, he intentado empatizar con las víctimas. Porque, como dice Cruz Morcillo, no estamos inmunizados y porque no hay exclusiva que merezca aumentar el dolor de una víctima.