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Leo en la prensa que el Supremo ha ratificado la condena que obliga al presidente de Ausbanc a tuitear durante un mes que difamó a Rubén Sánchez, que es el portavoz de la organización de defensa de los consumidores Facua. Y, claro, me viene la duda: si al difamador tuitero se le obliga a reparar la ofensa en la misma red social donde infringió la ley, ¿cómo se castigará al que insulta por la calle? Quizá se obligue al que insulta y al insultado a volver a la misma calle donde se produjeron los hechos a repetir la escena, pero al revés. No me digan que no tendría su gracia la escena.
Lo cierto es que el caso de Luis Pineda y Rubén Sánchez recuerda, vagamente, al de Burt Simpson escribiendo en la pizarra. Es algo así como la traslación adulta de la justicia infantil, del natural vínculo que une el castigo con su condena, la ofensa con el perdón.
Reafirmemos nuestro derecho a insultarnos en secreto.
“Imbécil”, “corrupto” o “falso”, fueron alguno de los insultos que el presidente de Ausbanc, hoy en la cárcel por asuntos de más calado, le dedicó a Sánchez. Descalificaciones parecidas se ven a diario en Twitter, ese patio de porteras donde lo mismo se informa de una dimisión que se aniquila el honor del enemigo íntimo, como ocurrió en este caso que, ojalá, y dado lo pionera de la sentencia así sea, sirva de advertencia a los que vomitan sus insatisfacciones desde la aparente impunidad de la red.
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