Amanece nublado en la villa cervantina, pero los libreros desenfundan sus productos en una plaza que huele más a celulosa durante unos días. Frente al imparable avance de Amazon aún hay melancólicos que disfrutan de la narcotizante experiencia de analizar los escaparates de estos quioscos.
Pero hay algo que preocupa observar en todos ellos. Entre libros escondidos sobre temáticas tan rebuscadas en los que es difícil no fijarse, los más vendidos se repiten como boletus en los otoños lluviosos en todas las casetas. Los nuevos escritores intentan hacerse un hueco una y otra vez pero ven sus sueños frustrados en un mercado que premia siempre a los mismos y deja poca oportunidad a los que se atreven a publicar.
El sector editorial registró en 2017 un 7,3 por ciento más de títulos nuevos respecto a 2016. De ellos el 31 por ciento eran digitales. Porque aún nos gusta colocar el marcapáginas, o el ticket del tren, o la lista de la compra, o en el caso de los más valientes doblar una de las esquinas con la consecuente sensación de estar hiriendo un ejemplar.
Heridas que duelen como si de un ser vivo se tratara, y recuerda una servidora una anécdota en la que en una de las redacciones en las que trabajó fue testigo de cómo entre varios redactores se repartía un ejemplar de un libro. La táctica elegida no era la de fotocopiar las páginas, sino arrancarlas directamente del lomo. Y entonces al despegarse dejaban un rastro de pegamento en forma de hilo como si de su sangre se tratara, y el dolor mental era como el de alfileres clavados en el rincón cerebral que adora el libro como objeto. Y ese momento tan surrealista como veraz demostró ser la prueba fehaciente de que el libro es como un ejemplar de oro vivo que aguanta con estoicismo el pasar de los años, de mano en mano y de vida en vida. Y de ahí que el crecimiento del subsector digital sea lento.