Nadie duda del deseo de independencia de una parte de Cataluña. Nadie duda de su facilidad para hacerse notar. Nadie duda de la capacidad para movilizarse. Nadie duda de que, si pudiera, esa parte de Cataluña cortaría con un serrucho la tierra que le mantiene unida al resto de España y se lanzaría al mar Mediterráneo con la pasión de la canción de Serrat. Cualquier cosa con tal de ser un Estado propio. La duda hasta ahora era cuantificar a esa parte y definirla con una cifra, pues hasta el 9-N era un ser intangible pero aparentemente masivo en cada celebración de la Diada.
La Generalitat de Artur Mas quería medir esa fuerza y utilizarla para echar un pulso al Gobierno de España. Convocó una consulta, anulada por ilegal en el Tribunal Constitucional y en el Tribunal Supremo. Ahí es nada. Siguió adelante con el desafío para exhibir músculo en las urnas. Más de 2 millones de catalanes acudieron a votar el 9-N, lo cual tiene mérito para ser una farsa, un simulacro, un ensayo de lo imposible. Es evidente que el independentismo movilizó a sus adeptos, a aquellos que se sienten secuestrados en España y desean construir un país independiente. Poco les importa que de inmediato sean más pobres, que los parados pierdan su prestación, que nadie pague las pensiones, que la Generalitat no tenga dinero para abonar la nómina a los funcionarios y que las grandes empresas estén dispuestas a huir de Cataluña. Todo el independentismo fue corriendo a votar el domingo con entusiasmo.
En total participaron 2.305.290 personas incitadas por CiU, ERC, ICV y CUP. De ellas 1.861.753 están a favor de la independencia. Para alcanzar esta cifra, la Generalitat permitió votar a menores de edad e inmigrantes que viven asediados por la propaganda separatista. En cambio, incomprensiblemente prohibió el voto de los catalanes que residen en el resto de España, no vaya a ser que al convivir entre el enemigo sean desertores de las tesis nacionalistas. Los dos millones parecen ser el techo de Artur Mas y su corte de rupturistas. Para ellos el resultado del 9-N es un éxito porque esos dos millones han tragado su populismo barato. Desde luego, los promotores de esta mentira masiva tienen motivos sobrados para festejar el engaño. Pero hay otra realidad a la que dan la espalda y que a toda costa quieren ocultar.
La Generalitat ocultó con astucia el porcentaje de participación durante toda la jornada. Sólo dio cifras de personas. Así transmitió la sensación de que una masa ingente acudía a votar. Las colas de espera agigantaban la sensación de éxito, cuando en realidad se debía a la falta de medios y de voluntarios para colocar más mesas. Ocultando el porcentaje de participación, la Generalitat evitó las comparaciones: las comparaciones entre los que votan y los que se quedan en casa y las comparaciones con anteriores llamadas a las urnas. Pero bastaba una simple regla de tres para desenmascarar la mentira. Así, a la una de la tarde había votado el 18% de los catalanes frente al 29% de las últimas autonómicas. A las seis de la tarde llegaba al 31% frente al 56% del año 2012. Y al concluir la votación apenas alcanzaba el 37% frente al 67% de entonces. Sólo votó una tercera parte de los catalanes y casi la mitad de los habituales. ¡La verdadera triunfadora fue la abstención!
Más allá del ruido que genera el nacionalismo para autoconvencerse del éxito, los datos de la consulta ofrecen una gran conclusión. El 63% de los catalanes con derecho a votar pasó de Artur Mas y su desafío. Frente a 1,8 millones de partidarios de la independencia hay otros 4 millones que dan la espalda a semejante desvarío. Los que se quedaron en casa son el doble de los que fueron a votar pero estos últimos tratan de imponer su dogmatismo en la calle, en las escuelas, en las instituciones y en los medios de comunicación. El que discrepa es silenciado con el falso argumento de la democracia, pues el 9-N ha demostrado que la verdadera mayoría en Cataluña es la que hace oídos sordos a los llamamientos de Artur Mas.
La división está servida. División en Cataluña, no entre Cataluña y el resto de España. Es una parte de los catalanes la que quiere independizarse y lleva dos años tratando de imponer sus deseos a la otra mitad que reside en la misma comunidad autónoma. La consulta estrafalaria e ilegal del 9 de noviembre ha plasmado esta realidad por encima de todas las cosas. Artur Mas sonríe porque no quiere ver al 63% de catalanes que se quedó en casa. Tampoco a los 336.954 que votaron NO a la independencia en su consulta. El presidente de la Generalitat anhela construir una sociedad uniforme que sólo existe en su cabeza y en la de aquellos obsesionados con separarse de España. Esto es lo más triste del 9-N. No hay mayor ciego que el que no quiere ver ni peor dirigente que aquel que gobierna de espaldas a la mayoría.
PD: El fracaso de Artur Mas es un hecho pero ni él ni sus partidarios son capaces de verlo. El 9-N ha alimentado aún más su ansia de independencia, así que la presión nacionalista va a ser todavía más fuerte.