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No falta ningún palo por tocar en el perfil del perfecto yihadista capaz de provocar una matanza como la de Bruselas. Hemos tenido camellos, chulos de barrio, piadosos de mezquita, captados en la red, aprendices de raperos, inmigrantes recién llegados o de segunda y tercera generación que se educaron en Occidente disfrutando de su sistema de libertades, incluso pasaron por la universidad. No hace falta ser un marginado o estar en paro para abrazar la yihad y ahí está el caso de Ben Laden, nacido en el seno de una acaudalada familia antes de crear escuela en eso de matar a gran escala. Hemos visto que ni siquiera es necesario llevar barba, hablar árabe o haber pasado por un campo de entrenamiento en el desierto para generar el caos, ya sea entre los corredores de una maratón en Boston, tenderos de un bazar en Ankara, niñas nigerianas, pasajeros de trenes en Madrid, cristianos iraquíes...
La imposibilidad de acotar tanto la amenaza como la víctima o el lugar del próximo atentado desmiente de entrada a los voceros de siempre, tan ávidos en situar a las democracias occidentales como origen de todos los males. No hay que obviar los errores que les son propios y que tienen que ver sobre todo con esa fea costumbre de apoyar -cuando no materializar directamente- derrocamientos sin tener previsto qué hacer al día siguiente. Pero eso es una cosa y otra la tesis que sistemáticamente acusa a los oscuros sistemas capitalistas poco menos que de no dejar a los infelices terroristas otra opción que no sea atarse un cinturón de explosivos. El masoquismo europeo aboga por pedir perdón eternamente, ya sea porque nos maten en una discoteca o porque lapiden a una mujer adúltera en Afganistán. La incapacidad de establecer un diagnóstico único anula la posibilidad de encontrar una solución concreta, asumámoslo. Si hay que declarar la guerra, ni siquiera sabemos bien a quién, ni por dónde empezar, ni cuando acabaríamos. No parece que los bombardeos de testosterona como respuesta a cada atentado sirvan de mucho. Tampoco parece que el diálogo sea una opción válida para convencer al Califa Ibrahim de que no está bien eso de ir cortándole la cabeza a la gente.
Los expertos militares no se ponen de acuerdo en la utilidad de plantar tropas sobre el terreno sirio-iraquí, aspiración última de DAESH, como refleja su propaganda oficial, en la que claman por una apocalíptica batalla final en Dabiq (territorio simbólico en Siria). Pero soñemos por un momento que se vence a Estado Islámico, o que Al Assad (qué remedio) recupera todo el territorio sirio, seguirían existiendo como mínimo una decena de grupos terroristas dispuestos a recoger el testigo de los barbudos de Abu Bakar Al Baghdadi. En esa aspiración a ser el más malo de la clase que antes ocupó Al Qaeda presentan su candidatura una lista interminable de grupos como Boko Haram, MUJAO, Al Shabab, Okba Ibn Nefa, los talibán .... son tantos que serían interminables las guerras necesarias para erradicar el terrorismo yihadista. Eso conduce a otro debate que tiene que ver más con la preparación de nuestras sociedades para asumir el coste económico y humano que supone un sinfín de contiendas contra enemigos diferentes en territorios lejanos y generalmente adversos como desiertos y selvas. ¿Estamos dispuestos a que nuestros Gobiernos recorten en Sanidad y Educación para invertir en Defensa? ¿Estamos dispuestos a que sean nuestros vecinos, amigos, hijos o padres quienes vuelvan en ataúdes por una guerra a decenas de miles de kilómetros de distancia?
Está también lo de hablar del mundo árabe como un ente homogéneo. Ni siquiera ser árabe significa ser necesariamente musulmán, universo religioso desde Marruecos hasta Indonesia que a su vez se bifurca en diversas ramas en ocasiones irreconciliables entre sí. Eso sin contar con los intereses concretos de cada país en esa zona del mapa, como mínimo tan espurios como los nuestros en esa misma zona del mapa. Algunos de esos países, por cierto, encabezan la factura de víctimas del terrorismo yihadista. El monstruo estaba allí antes de la guerra Siria como bien saben en Nueva York, Somalia, Bombai, Bali... Y seguramente lo esté después como ya intuyen en Libia o Pakistán (dos atentados al día). Tampoco vale el argumento del Corán, donde se encuentran surahs que dicen una cosa y la contraria a la hora de matar al prójimo. Pero si es la literalidad de la palabra de Allah lo que nos ofende, conviene darse un paseo por el Levítico cristiano para comprender que no es tanto el libro como su interpretación fanática. Y aún así seguiremos encontrando más casos como el de Salah Abdeslam, quien apenas tenía formación religiosa antes de plantearse volar un estadio. Seguirá habiendo mártires que pasen sus últimas horas, no ante un Corán, sino apurando su nihilismo en alguna discoteca.
Sólo nos queda apretar los dientes y desear egoistamente que el siguiente no caiga aquí porque no parece que las alambradas o los hooligans nos vayan a librar del monstruo. De momento toca conformarse con que el Ejército sirio recupere Palmira o confiar en que algún día el Gobierno iraquí recupere Mosul. Mientras, en la vieja Europa, corresponde aferrarse a los viejos valores democráticos que tantas veces prevalecieron a no pocas amenazas y que no pasan precisamente por subcontratar la resolución de los marrones a Turquía. Se presume una batalla larga en la que habrá que celebrar cada detención, exigir la coordinación de los servicios de inteligencia para que los fallos de Bruselas no vuelvan a suceder. No titubear al expulsar a los imanes que impartan el mensaje radical desde mezquitas y garajes clandestinos. Controlar esos garajes, y a los presos yihadistas en las cárceles, infiltrar agentes, cuidar confidentes... lucha antiterrorista en definitiva, queridos amigos belgas. Prevención, información, educación y defensa de las leyes que no son otra cosa que el instrumento que iguala al que viene de un lado y del otro con los que siempre estuvimos aquí. Tocará exigir compromisos a nuestros dirigentes y colaboración internacional, por ejemplo, para no vender armas a quien no se debe (ellos saben bien quiénes son). Asfixiar las vías de financiación de estos grupos yihadistas, incluyendo el goloso petróleo de DAESH. Pero todo siempre dentro de los límites de la Ley y la democracia, principal garantía de nuestra propia supervivencia.
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