Esta es la historia de un despropósito. Es el relato de 18 días de gestión nefasta. El principio, con un paisaje propio de cuento, arranca el 6 de septiembre. Ese sábado Mariano Rajoy reunió en el Parador de Sigüenza (Guadalajara) a la cúpula del Partido Popular. Allí analizaron su delicada situación política, ante el riesgo probable de perder la mitad de las comunidades autónomas y de las capitales de provincia en las elecciones de 2015. Con la calculadora de votos en la mano y los principios ideológicos enterrados en cal viva, Rajoy entendió que debía renunciar a la nueva Ley del Aborto. No era fácil, pues fue una promesa estrella en las últimas generales y el texto ya recibió en diciembre el visto bueno del Consejo de Ministros.
Tomada la decisión, había que diseñar una estrategia para anunciarlo. El cómo y el cuándo eran las claves. Sobre el quién no había otra opción que el propio Rajoy. Nadie estaba dispuesto a dar la cara para que se la rompieran. Dos semanas parecían suficientes para encontrar una solución, un argumento mágico con el que vender como un éxito lo que en verdad es un fracaso, una renuncia, una cobardía y una derrota. Pero los 18 días volaron sin que Rajoy ni nadie de La Moncloa encontrase una idea sensata. Si alguien dio con ella no le hicieron caso, lo cual es frecuente entre quienes tratan a diario con el presidente del Gobierno. Al final todo se precipitó en cuatro horas que deberían pasar a la historia como las más terroríficas de la comunicación política. Rajoy, que casi nunca habla a los periodistas que le persiguen, rompió su hábito en el momento menos esperado. Lo hizo al salir de una jornada de directores de comunicación, donde cualquiera de los presentes podría haberle alertado de que estaba a punto de tirarse por un precipicio. Confirmó lo que era un rumor a voces y dejó despejado el camino para que el ministro Alberto Ruiz-Gallardón compareciera un rato después para anunciar su dimisión.
Al revés que en los cuentos, Gallardón iba de príncipe heredero y ha acabado como una rana destronada. Da la sensación de que su propio padre le ha traicionado y ha servido su cabeza en bandeja de plata con tal de salvar la suya. No es la primera vez. Rajoy hizo lo mismo este mismo año con Jaime Mayor Oreja antes de las elecciones europeas y en la cuneta quedan los cadáveres de históricos del PP como Rodrigo Rato, Ángel Acebes, Eduardo Zaplana, Josep Piqué, María San Gil e incluso José María Aznar, quien le designó su sucesor. Gallardón debió de sentirse como los soldados que en la Guerra Civil mandaban al paseíllo. El exministro de Justicia es un niño de sueños robados, como los que tantas veces recibió en su despacho por las atrocidades de la dictadura. A aquellos niños les robaron la familia y el futuro. A Gallardón su propio presidente y algunos de sus compañeros de gabinete le han arrebatado la posibilidad de dirigir La Moncloa, que tantas veces imaginó desde niño y que tantas otras reconoció en público. Ese será siempre su pecado original.
Pero el más ingenuo de los pecados gallardonianos ha sido fiarse de la palabra de un gobernante que cambia de opinión en función de los análisis sociológicos de Pedro Arriola. En el Partido Popular hay numerosos altos cargos que se preguntan cada día qué oscuro secreto conoce el supuesto gurú para que Rajoy obedezca siempre sus consejos hasta el punto de claudicar en una de sus promesas electorales más importantes para el electorado conservador. Un presidente del Gobierno no puede ser tan veleta como su consejero, por muy de cabecera que sea. Pero aún menos puede hacer el ridículo de los últimos días. Tuvo dos semanas para planificar el relevo de Gallardón pero fue incapaz, hasta el punto de anunciar el nombre del sustituto poco antes de subirse a un avión y marcharse a China de viaje oficial. Pudo avisar al rey Felipe VI días antes pero al final tuvo que llamarle por teléfono mientras el monarca preparaba en Nueva York una cita primordial con Barack Obama.
El despropósito es de tan grandes dimensiones que pone en cuestión si el presidente que dirige los designios del país piensa los detalles que afectan a su propio Consejo de Ministros. Para colmo, el Ejecutivo se ha quedó sin responsable de Justicia mientras esperaba que Artur Mas violase la ley de leyes y convocase un referéndum independentista en Cataluña sin importarle la patada a la Constitución que entraña. Zapatero nos acostumbró durante siete largos años a toda clase de chapuzas en La Moncloa y a decisiones de lo más arbitrarias con tal de salir en televisión y rascar un puñado de votos para el minuto siguiente. Rajoy presumía de ser serio, previsible y buen gestor. Pero lo ocurrido en las últimas semanas con la Ley del Aborto es una majadería. No se puede gestionar peor una reforma legal que al principio era esencial y ahora es prescindible. No se puede gestionar peor un anuncio político de enormes dimensiones. El agujero negro que genera esta crisis dentro del Gobierno va mucho más lejos de la dimisión de Gallardón, aunque nadie alza la voz por miedo a acabar en la guillotina como el ya exministro.