En un alarde de fingida pulcritud normativa, la p
roposición de ley orgánica que modifica la justicia universal pretende pulir la competencia de los tribunales penales españoles sobre el argumento de que “la extensión de la jurisdicción española más allá de los límites territoriales españoles debe venir legitimada y justificada por la existencia de un tratado internacional que lo prevea o autorice”. Sin tratado no hay jurisdicción, sería el lema. Así las cosas, casi habrá que agradecer que se hayan dejado los más graves crímenes internacionales dentro del ámbito de competencia de los tribunales penales españoles, teniendo en cuenta que los aspectos jurisdiccionales respecto de los mismos se regulan principalmente a través de la costumbre internacional y no hay por tanto tratado alguno que copiar.
Algo más flexible se muestra la proposición de ley orgánica en relación con los delitos recogidos en el
Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica. Al margen de los supuestos obligatorios, la reforma incluye los procedimientos con víctimas españolas o residentes habituales en España, bases competenciales que el convenio pide que los Estados partes se esfuercen por recoger en su legislación (artículo 44.2), aunque condicionadas aquí a que el presunto autor se encuentre en España. También se transige algo respecto de los delitos contra la libertad e indemnidad sexual cometidos sobre menores de edad, al ampliar la competencia a procedimientos contra extranjeros residentes habituales en España o cuando la víctima tenga nacionalidad española (en este segundo caso, de nuevo a condición que el presunto autor se encuentre en España), extensión permitida por el instrumento regulador de esta materia (que no es un tratado, sino la
Directiva 2011/92/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, relativa a la lucha contra los abusos sexuales y la explotación sexual de los menores y la pornografía infantil). Como novedad criticable, desaparece la competencia sobre estos delitos cuando la víctima sea una persona con discapacidad: en ausencia de tratado que imponga ejercer competencia, el legislador se siente legitimado para desproteger a un grupo vulnerable.
Ahora bien, la presunta “autocontención” de la reforma se diluye en relación con el resto de delitos (a excepción de los contenidos en la
Convención sobre protección física de los materiales nucleares, estrictamente limitados al principio de personalidad activa). Así, el
Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación marítima (1988) y su Protocolo de 2005 permite a los Estados ampliar la jurisdicción sobre los delitos que contiene cuando -entre otros supuestos- “un nacional de ese Estado resulte aprehendido, amenazado, lesionado o muerto durante la comisión del delito” (art. 6.2.b); sin embargo, la proposición de ley lo formula en términos más amplios: habrá competencia cuando el delito se haya cometido contra un ciudadano español. Tampoco es obligatorio instaurar jurisdicción, conforme al
Convenio para la Represión del Apoderamiento Ilícito de Aeronaves, en virtud del principio de personalidad activa, supuesto que la reforma incluye, y excesivamente genérico -por comparación- es el establecimiento de jurisdicción en “los supuestos autorizados” por el Convenio para la Represión de Actos Ilícitos contra la Seguridad de la Aviación Civil y su Protocolo complementario, que sí podría dar lugar al ejercicio de jurisdicción universal, opción permitida por el convenio (artículo 5.3).
Pero donde España aparece como adalid de la represión es en la lucha contra el terrorismo. En su profusa incorporación de los criterios de la
Decisión marco 2002/475/JAI del Consejo, el legislador incurre en absurdos como otorgar competencia sobre actos terroristas cometidos fuera de España contra una institución u organismo de la Unión Europea por el mero hecho de que esta tenga sede en España (pregunta al legislador: ¿cuentan las oficinas de la Comisión Europea?). Tampoco convence la jurisdicción sobre actos terroristas cometidos “para influir o condicionar de un modo ilícito la actuación de cualquier Autoridad española”, supuesto no obligatorio según la Decisión marco: España se arroga una jurisdicción que corresponde al Estado de comisión del delito, invadiendo competencias soberanas (aquí ya sí sin empacho) sobre la base de una motivación que debería ser probada durante el proceso, y no presupuesta para determinar la competencia.
Sin embargo, en ninguno de estos casos se puede decir que España contravenga los instrumentos internacionales de base, ya que todos ellos facultan para instaurar jurisdicción universal, al permitir que los Estados ejerzan otra jurisdicción de conformidad con su legislación nacional. Y, sobre esta base, la proposición de ley otorga competencia a los tribunales penales españoles más allá de las estrictas obligaciones jurídicas internacionales. Dicho de otra forma, aprovecha el margen de acción que ofrece el principio de jurisdicción universal para establecer bases jurisdiccionales no previstas en los instrumentos internacionales a los que se remite. Queda claro entonces que el lema de la reforma no es el que antes se apuntaba, sino más bien este otro: cicatería jurisdiccional en materia de derechos humanos y lucha contra la impunidad, flexibilidad en el resto de delitos. ¿Recortes a la justicia universal? Solo donde interesa.