Pareciera, a simple vista, que nos encontramos en una situación precaria a muchos niveles. Institucionalmente parece que el mundo, tal como lo habíamos conocido, amenaza con desmoronarse, económicamente no acabamos de remontar, la educación es un desastre, el terrorismo islámico amenaza nuestro estado de bienestar, las noticias más leídas de los periódicos digitales son siempre las más sensacionalistas y, como nos descuidemos, el Real Madrid podría perder el liderato de la Liga, que es lo único que parecía seguro hasta ahora.
Leía hace algunos meses un artículo de Félix de Azúa, próximamente académico de la Lengua, en el que expresaba el tedio ante esta precariedad que ya no nos sorprende: es ya imposible que suceda lo inesperado, venía a decir. O lo que es lo mismo: no hay a la vista posibilidad de salvación y por lo tanto la postura adecuada, la que menos sufrimiento conlleva, es la aceptación del aburrimiento.
Y sin embargo, por más precaria y aparentemente tediosa que sea nuestra vida, hay algo extraño en nuestra naturaleza que, en el fondo, se rebela contra el casi evidente eterno retorno de lo mismo. No negaremos que es fuente de frustración este querer escapar, y de dolor y sufrimiento. Sin embargo, por más que nos digamos después de la última colleja que nos da la vida que no hay esperanza, no nos lo creemos. Al menos existe dentro de nosotros una exigencia, más nuestra que nuestras palabras, que no se conforma. Ante todo el mal que nos rodea se manifiesta esta voz que quiere lo inalcanzable. Aunque tratemos de esconderla y amordazarla, acaba volviendo.
Siendo esto así, ¿qué se nos pide? ¿Existe una postura que sea justa y que mantenga en pie esta exigencia y que, al mismo tiempo, no renuncie a la experiencia del tedio y a la imposibilidad de alcanzar una respuesta?