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… Porque los demás no entienden nuestra pena. Ante el dolor extremo que está provocando el coronavirus, apenas hay algo que decir. Mantener un respetuoso silencio es lo más que podemos hacer, si no nos ha tocado cerca el dolor. Si nos ha tocado en los que se nos encomendó amar, sí hay algo que decir, porque de golpe hemos adquirido una sabiduría que no teníamos.
Llega una hora en la vida en la que nos parece que Dios no escucha ya nuestra oración, tenemos la firme convicción de que hemos estado creyendo quimeras, que Dios no existe, ha sido el producto de nuestra imaginación el que nos hizo creer cuando todo nos iba bien que Él estaba allí. Su silencio en este momento nos aturde como una taladradora. Cuando todo va mal, ese Él, se transforma sin sentir en un neutro impersonal, y más tarde en un sujeto elidido sustituible por el azar, la naturaleza, el destino o cualquier imagen. Nos fiamos de Él cuando era de día imaginando una persona amable y bondadosa y cuando llegó la noche no era más que un fantasma. ¿Dónde están sus promesas, si vamos de derrota en derrota? Hoy se ha muerto alguien muy querido, mañana caerá otro, y yo no me sostengo de angustia. Esto solo lo entiende y puede seguir leyendo el que lo ha sufrido, a los demás les parece una exageración o un lamento religioso desdeñable.
(...)
Tal vez el Señor esté pidiendo, precisamente ahora, a alguno de nosotros que le sacrifique, como Abraham a su «Isaac», la persona o el proyecto, situación imaginada que desearía, o el puesto en la empresa que te quita el sueño, aquello para lo que has entregado tu vida, tu formación, tus desvelos. Esta es la oportunidad que Dios nos ofrece para “salvarnos”. Hay dos caminos que conducen a la salvación: demostrarle que lo quieres, al que te dio todas las personas que te rodean, todas las cosas, todos los dones, más que a esos propios dones. Claro para ello hace falta reconocer que nada es tuyo, que nada te has ganado, que estás de paso y que no tienes nada asegurado. Esto reclama una sabiduría humilde y agradecida, impensable para el hombre orgulloso, solitario, endiosado.
Y el otro camino es decir como dice el salmo: «Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad!”. ¿¡Tu sádica y cruel voluntad!? En este momento, te ha de venir el pensamiento de por qué el Evangelio se detiene en el dolor arquetípico de una madre que ha de entregar a su hijo. No es una historia ejemplar. Es un arquetipo: como todos habremos de pasar por ahí se nos anticipó el modo de hacerlo. No “imitando”, algo que no está a nuestro alcance solos, desde nuestra valiente voluntad, sino dejándonos llevar a la aceptación humilde de la situación que describe el Evangelio, que no es otra que la nuestra propia. Aquella que nos espera paciente y de la que no sabemos ni el día ni la hora.
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