Tía Polly maneja los hilos de la familia Shelby en el Birminghan de entreguerras, hace casi un siglo. Controlan el tráfico de whisky, las apuestas de caballos, el contrabando de tabaco y dan trabajo, o lo quitan, a los estibadores que se encargan del transporte de mercancías a través de los mugrientos canales que llevan al mar. Es una persona afable, divertida, de buen ver, que no escatima un vaso de whisky de malta irlandesa o una pinta de cerveza, que baila, alcahuetea y se siente querida, respetada y realizada, mientras tiende su manto severo sobre todos los varones del clan que la profesan devoción y respeto; toda la devoción y respeto que un Peaky Blinder puede deparar a un semejante, por muchos lazos de consanguinidad que le unan. Tía Polly, se ve a las claras, es la jefa, la madrina, la personificación de la corrupción mafiosa.
En ella anidan sentimientos encontrados: vituperios para los enemigos, rencorosas sentencias para los descarriados, amor sincero hacia los de su mismo árbol genealógico, proteccionismo enfermizo hacia su hijo. Y, al final, la soledad en la casa palaciega, adquirida con el dinero podrido. Abandonada por todos, ultrajada por los de arriba, humillada como persona, desbancada de su trono por aquellos a los que ella enseñó el negro oficio de la proscripción. Tia Polly, tan cerca del poder y tan lejos de los poderosos….
Oronda, cariñosa, espontánea, vecinal, dicharachera, acumulaba definiciones para dar y tomar, o para usar según el momento, como sus collares: la alcaldesa de España, la reina de los mercados. Otros más ancestrales, acuñados en su época de periodista (sí, del Levante y de emisoras de radio locales), la llegaron a definir como la musa del humor. Un humor que ella intentaba mostrar con prepotencia desde el balcón del Ayuntamiento de Valencia, su casa durante casi 25 años, mientras la procesión iba por dentro. Arropada por las fuerzas vivas de la Comunidad, aupada por las fuerzas vivas del Estado, arrastrada por la marea viva de votos que cosechaba legislatura tras legislatura, Rita Barberá controló el tráfico de la ciudad y la hizo más ancha y elegante, apostó por las obras faraónicas firmadas por los arquitectos más reputados, administró, a su manera, los dineros públicos para los grandes eventos: desde la visita del Papa a la Fórmula 1. Pisó todos los charcos y no se ensució los zapatos en ninguno, tal vez porque el tafetán del calzado era tan fino que el barro resbalaba y no dejaba mancha. De Gurtel a Noos, de Imelsa a Taula. No ha habido fregado de agua sucia en el que su nombre no estuviera adherido como una etiqueta al Scoth Brite que intentaba blanquearlo todo.
Pero al final –y siempre que pasa igual sucede lo mismo, decían las sabias marionetas de Herta Frankel cuando yo era niño, una época en la que uno podía permitirse el lujo de ser sincero--, el estropajo húmedo y sucio huele, y hay que tirarlo a la basura para que no contamine ni contagie. Y el poder se deshizo de Rita, como los Shelby se deshicieron de Tia Polly. La despojaron del carnet del Partido Popular (tenía el número 3, acuñado por el propio Fraga), la mandaron al ostracismo del Grupo Mixto en el Senado para no infectar las filas de la bancada popular, la aislaron, se apartaron de ella (¡Eh, Margui ¿nos hemos saludado?!) y la abandonaron a su suerte.
Ahora intentan, unos y otros, vampirizar su muerte. Parece como si quisieran recuperarla para las filas del Partido, cerciorados de que ya no puede hablar. Mientras unos apelan al cargo de conciencia por lo que se ha dicho, algunas voces tratan de ensalzar su figura, su legado y su trayectoria, intentando hacer tabla rasa (taula, ¡qué eufemismo se me acaba de ocurrir!) de la pella que ha dejado en Valencia. Respeto a una persona que ha fallecido en circunstancias anormales, valoración del hecho por la trascendencia de la noticia: todos los periodistas sabemos que hay muertos de primera y de segunda, para qué lo vamos a negar.
No hay que juzgar a Rita Barberá. Esa función sólo corresponde a los tribunales y, por desgracia, sobre todo para ella, su legajo va a enmohecerse en un anaquel del Supremo de por vida. Pero harán bien los analistas en realizar un ejercicio de valoración política de su persona y de su trayectoria, después de 40 años en el candelero formando parte de la clase política de este país. Y habrá que seguir atosigando a los corruptos -presuntos y convictos- desde los medios de comunicación, que para eso están. Poner sordina por temor a jamacucos no es periodístico, ni clínicamente recomendable. ¡Ah! Y las conciencias de los periodistas, siempre limpias.