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Nos adentramos en lo que parece que va a ser el mayor retroceso anual de nuestra economía desde la Guerra Civil, con la incógnita de si tendremos o no una rápida y robusta recuperación. Esto último dependerá de lo acertadas que sean las medidas sanitarias y económicas en la gestión de la doble crisis derivada del coronavirus. Cuanto más certeras y eficientes sean, mayor y más ágil será la remontada económica.
Es obvio que en el período que media entre el cierre productivo por decreto y la recuperación económica, muchas empresas y muchos empleos se quedarán por el camino. Detrás de ellos se encuentran muchas personas y familias que pueden empezar a pasar por situaciones de alta necesidad en algo tan básico como es la alimentación o la atención de sus obligaciones, y a los que no se puede dejar sin protección mientras dure esta situación, sabiendo que esa ayuda será transitoria y orientada tanto a su sostenimiento extraordinario como al incentivo para que puedan buscar y encontrar un puesto de trabajo.
Es decir, debería articularse un mecanismo transitorio ligado a esta necesidad y a la búsqueda efectiva de empleo desde el momento inicial, no una medida permanente y desincentivadora del trabajo, que ya se puso en marcha en el pasado en otros países y cuyos resultados fueron desalentadores.
Si a las personas afectadas por un ERTE derivado de la crisis del coronavirus y que no habían devengado derechos suficientes para cobrar la prestación por desempleo se les ha permitido hacerlo, y si dicho tiempo de cobro de prestación por esta circunstancia –ERTE por la crisis del coronavirus– no computa en tiempo consumido de la prestación para el futuro, se puede crear, igualmente, una prestación por desempleo adicional con carácter temporal que sostuviese a estas personas y no generase ni desincentivo laboral ni dependencia perpetua de un subsidio público. Es más, podrían acudir a él las personas que habiendo estado en la economía sumergida acreditasen que venían recibiendo unos ingresos por un trabajo que no declaraban, sin consecuencias retroactivas ni para ellos ni para sus empleadores, pero con la pérdida de todo derecho de prestación o el establecimiento de sanciones para ambos de reincidir en el futuro en contrataciones no declaradas. De esta manera, además de sostener a la población que dejara de recibir ingresos y pasase por graves dificultades, se podría hacer aflorar una parte de la economía sumergida. Es obvio que esto generará más gasto, déficit y deuda, pero circunscrito a lo que tiene que ser un período transitorio de necesidad por la circunstancia actual, sin que ello implique unos gastos y déficit estructurales imposibles de sostener. Todo ello, obviamente, ligado a la búsqueda activa real de empleo.
Posteriormente, y de manera ordenada, puede articularse una medida eficiente que compense a las personas que en un momento determinado puedan encontrarse en una situación de emergencia por una importante disminución de sus ingresos. Esa medida no es otra que la que defendió Milton Friedman acerca del establecimiento de un impuesto negativo sobre la renta, de manera que si una persona tiene menos ingresos en un año que los derechos de desgravaciones fiscales con los que cuenta, pueda recibir una devolución de la hacienda pública por esa diferencia que garantice o ayude a ese nivel de subsistencia.
Eso sería lo eficiente, no dejaría desprotegido a nadie, ni en el corto ni en el largo plazo, no desincentivaría la búsqueda de empleo y mantendría a la persona válida por sí misma, sin caer en el subsidio permanente público que condenase a sus beneficiarios a una dependencia total de los poderes públicos. Estas medidas serían más efectivas, más eficientes y, al mismo tiempo, no invadirían ni la libertad de las personas ni la capacidad para prosperar de manera propia.
Sin embargo, el Gobierno de coalición entre el PSOE y los comunistas de Podemos ha decidido avanzar hacia un estado asistencial, ineficiente y que haga dependiente a los ciudadanos del poder público: camina de manera decidida al establecimiento de una renta mínima permanente dirigida hacia un conjunto de beneficiarios que percibirían dicho ingreso con cargo a las arcas del Estado, es decir, con cargo a los contribuyentes. Pablo Iglesias quería impulsar rápidamente una renta temporal –con la intención de convertirla después en permanente–, con unos potenciales beneficiarios que podrían oscilar entre los cinco y diez millones de personas, y con una cuantía que se movería entre 500 y 1.000 euros mensuales. Por su parte, el ministro Escrivá es partidario de una renta permanente desde el inicio, basada en las condiciones de los hogares, con un nivel potencial de beneficiarios de un millón de hogares y unos tres millones de personas. Bien fuera temporal –que terminaría perdurando sin límite en el tiempo–, bien fuera permanente, el establecimiento de una renta mínima personal es un grave error, por diversos motivos.
En primer lugar, porque es una medida propia de un Estado paternalista asistencial, que renuncia a crear el marco adecuado para que el sector privado genere una próspera actividad económica –y, con ello, un importante número de puestos de trabajo– y que prefiere tener la llave de la caja con la que repartir esta ayuda a un grupo determinado de beneficiarios. Esta medida, por un lado, desincentiva la búsqueda de trabajo –por mucho que afirme Escrivá que será compatible con el empleo–. Por otra parte, al anunciar el ministro de la Seguridad Social que será compatible con la renta mínima ya existente de las comunidades autónomas –contra lo que él mismo criticaba en el informe que la AIReF emitió bajo su presidencia, imagino que pensando entonces en la reforma de las “Poor Laws”, las así llamadas “Leyes de Pobres” en Inglaterra, impulsada por Nassau William Senior– supone una redundancia en el gasto que restará recursos para otras actuaciones urgentes, además de una extensa maraña administrativa.
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